Durante la elaboración de
este diccionario he chocado, a menudo, con la reticencia de los interlocutores
a expresarse como antaño, con el lenguaje que utilizaban de pequeños. Yo, en el
fondo, no quería más que oír salir de su boca el idioma que se hablaba antes,
el que ha quedado en su subconsciente, pero me resultaba tremendamente difícil
hacérselo entender. No querían ni oír hablar de palabros que ya nadie utilizaba o que
estuvieran mal pronunciados. Y cuando ya los tenía bien aleccionados (¡Que
viene el maestro!, decían; ¡Si aquí el alumno soy yo!, les contestaba), llegaba
un nuevo informante y ponía patas arriba todo el gallinero al comentar que no
se decía ‘puga’, sino ‘púa’.