domingo, 15 de agosto de 2021

INTRODUCCIÓN

Durante la elaboración de este diccionario he chocado, a menudo, con la reticencia de los interlocutores a expresarse como antaño, con el lenguaje que utilizaban de pequeños. Yo, en el fondo, no quería más que oír salir de su boca el idioma que se hablaba antes, el que ha quedado en su subconsciente, pero me resultaba tremendamente difícil hacérselo entender. No querían ni oír hablar de palabros que ya nadie utilizaba o que estuvieran mal pronunciados. Y cuando ya los tenía bien aleccionados (¡Que viene el maestro!, decían; ¡Si aquí el alumno soy yo!, les contestaba), llegaba un nuevo informante y ponía patas arriba todo el gallinero al comentar que no se decía ‘puga’, sino ‘púa’.

Uno de mis informantes me llegó a comentar incluso que hablaba ‘torcido’. No percibí el significado que encerraba esta palabra hasta que acudí al Atlas Lingüístico y Etnográfico de Aragón, Navarra y la Rioja de Manuel Alvar (ALEANR) y vi la pregunta que se planteaba en la lámina 5 sobre el ‘nombre del habla local’. Los dos informantes de Añorbe aseguraban que hablaban ‘a lo bruto’ y ‘torcido’. Me pareció al principio que la palabra no cobraba mucho sentido para referirse a una forma de hablar. Pero con el tiempo me di cuenta que el término no era más que un calco semántico del euskera oker, que en castellano tiene dos significados completamente distintos: torcido y equivocado/erróneo. Me pareció relevante observar la minusvaloración de un idioma propio que causa en el hablante una inseguridad que admite sumisamente, como disculpándose de que su lenguaje no fuera el correcto. Como comenta Carmen Saralegui al analizar esta lámina (CS, pág. 542): “También aparece en el ámbito rural navarro, como en otros hispánicos, la consideración del habla propia con una especie de complejo de inferioridad, teniendo conciencia de su deficiencia con respecto de la lengua ciudadana”.

La lengua ciudadana, la lengua de la ciudad, en contraposición con la del campo. Sólo con ‘contimparar’ los matices adicionales que generan palabras como ‘ciudadano’ y ‘aldeano’, uno se puede hacer a la idea de por dónde van los tiros.

En Navarra no había, en aquellos años sesenta, conciencia de idioma propio más allá de los dos idiomas que habían predominado en los últimos siglos: el euskera y el castellano. Así es como figura en el mapa de la lámina 5 de Alvar arriba mencionada. 21 informantes afirman hablar castellano o erdera y 13 euskera y sus dialectos. Pero, como comentaba, también hay, al este de la Zona Media, 7 informantes que afirman hablar ‘a lo bruto’, ‘basto’, ‘torcido’, ‘baturro’ o ‘soltar párrafos’. Solo uno dice hablar español y ninguno navarro.

Quizá este lenguaje ‘torcido’ que mencionan los informantes pretenda albergar la idea de que este sea una pequeña amalgama de varias lenguas, unas desaparecidas de la zona hace poco (el euskera y el navarro) y otras que se fueron haciendo un hueco, pero que llegaron tarde y mal (castellano), conformando entre todas un idioma propio de nombre no muy bien definido, o de una definición tan local como pudieran ser los diferentes nombres de un mismo río. Demostrar que este lenguaje ‘torcido’ también tiene sus reglas ha sido una de las tareas que me he propuesto con el apéndice final.

Cuando comencé el diccionario, mi primer planteamiento no fue más que querer seguirle el rastro a las palabras vascas que aún quedaran en la memoria de nuestros mayores. Pero enseguida me di cuenta de que el idioma de nuestros mayores no diferenciaba entre voces vascas y castellanas, y de que ellos disfrutaban de un idioma propio o ‘torcido’, que es el que he querido registrar aquí. Separar ambos idiomas me resultaba muy difícil, por lo que opté por incluir las voces castellanas que iban quedando en desuso. Me pareció que no se debía desvincular unas de otras, dado que el siglo XX había sido el de la confluencia de ambas lenguas, creando un léxico propio y singular. Esta misma fue la razón por la que decidí utilizar la grafía castellana, salvo en contadas excepciones, porque utilizar las dos no hubiera sido fiel al contexto en el que se desarrollaron al principio del siglo XX. Las voces como kiliki o toki, que son comúnmente aceptadas, he preferido incluirlas con la grafía vasca. De cualquier manera, utilizar las dos grafías hubiera creado demasiada confusión.

Para comprender este proceso de confluencia de lenguas, convendría hacer un par de puntualizaciones. Desde una situación de bilingüismo que se había implantado en la sociedad hacia el año 1800, se logró, en 100 años, la desintegración del euskera por la presión del castellano. La pérdida de los ámbitos sociales e institucionales de uso del euskera y su posterior desprestigio condujeron a la interrupción final en la transmisión, que se dio, en nuestro caso y según los datos, hacia 1860, muriendo los últimos vascoparlantes en la década de los treinta del siglo XX (FPL1). En el proceso que se desarrolló durante el siglo XIX acaecieron, desde el punto de vista lingüístico, una serie de pasos inevitables e inherentes a la propia desintegración: desde el primer periodo de bilingüismo en donde los dos idiomas coexistieron y se aportaron mutuamente, al final uno fue absorbido por el otro y acabó disolviéndose en él. Este es un proceso que, por lo general, puede durar siglos o incluso milenios (la hidronimia es la última rama del idioma que permanece viva por más tiempo), aunque dados los últimos datos de escolarización parece que el proceso se vaya, poco a poco, invirtiendo.

Fue Bonaparte el que, ya en 1860, registrara tantas voces castellanas en el euskera de la zona: “Iñaki Kamino filologoak dioen bezala, Bonaparte printzeak Garesko euskara ediren zuenerako, ibarrean hizkuntz ordezkatzea gertatzen ari zen euskararen kalteta” (AA1, pág. VI). Voces como agüela osietenbre estaban ya comúnmente extendidas, determinándose una evolución parecida a la que ocurrió con la zona de Vitoria/Gasteiz cuando Landuchio publicó su Dictionarium en 1562 (AA1, pág. XIII). De la misma manera que penetraron las voces más comunes, los nombres genéricos, en el habla vasca, los nuevos cultismos castellanos tardaron mucho tiempo en ser asimilados por este nuevo idioma, sobre todo cuando se trataba de vocablos que ya apenas se usaban: nombres de plantas, animales silvestres o aperos del campo. Algunas de estas voces vascas ni siquiera llegaron a sustituirse por perderse, de manera irremediable, la función que cumplían en el rico contexto que los unía a las costumbres y tradiciones de la comunidad. Y así mismo se van desvaneciendo ante una generación que no distingue entre plantas, pero sí entre aplicaciones para Android.

La época de exclusión y desacreditación en la que se vio sumido el idioma vasco durante el siglo XIX y buena parte del XX, no pudo evitar, por consiguiente, que el habla de uso común durante siglos siguiera presente entre los nuevos hablantes castellanos por medio de arcaísmos vascos que no eran fácilmente sustituibles. Y no sólo hablo del léxico semántico, sino también de apellidos, nombres de casas, topónimos, pseudónimos, etc., que daban una buena muestra de la presencia que había tenido el idioma hasta hace bien poco.

La lista es larga y probablemente se podrían aportar miles de datos sobre el euskera de la época ateniéndonos exclusivamente a analizar los nombres de los términos de ambos valles. Aunque la zona no hubiera estado densamente poblada, la distribución esparcida de los poblamientos originaba gran cantidad de topónimos que iban variando con las generaciones. La función de estos topónimos no era otra que la de orientarse en un lugar que era comúnmente transitado por los lugareños. Estos topónimos menores eran generalmente locales y desconocidos fuera de su radio. La mayoría de ellos son descriptivos y se vinculan al mundo más inmediato. A consecuencia de este tránsito, cada realidad geográfica y cada pequeño paraje, finca o corraliza era personalizada con un nombre generalmente compuesto y que, en nuestro entorno, como ya he dicho, se pueden contar por miles. En su momento ya fue estudiado por Jimeno Jurío y los datos están a disposición del internauta en http://toponimianavarra.tracasa.es/

En cuanto a los nombres de las casas se ha realizado un estudio en el que he tenido la oportunidad de colaborar y que ha sido publicado en el 2014 (véase bibliografía, CVV), con los nombres de más de 2000 casas actuales y antiguas de ambos valles.

Pero toda esta onomástica tiene la particularidad de componerse de vocablos que han perdido su sentido léxico. Ya nadie sabe lo que significa su apellido y pocos son los que saben el verdadero significado de la palabra que designa a su pueblo. En algunos casos, como ocurre con el topónimo Gares, ni siquiera está claro.

Pero no ocurre lo mismo con el léxico patrimonial vasco que todavía permanece vivo en el habla castellana de la zona. El diccionario que aquí presento es un exponente de la riqueza que todavía atesora la tradición oral a la hora de analizar el patrimonio cultural de ambos valles. No estoy hablando, por consiguiente, de legajos o hatillos polvorientos que se vayan apolillando en algún archivo, sino de información recogida en boca de más de 100 informantes a partir de 1950. El empeño que he puesto en analizar y, sobre todo, contextualizar cada palabra, que cobra vida por medio de los colaboradores, para que no se quede en un mero término vacío de contenido, hace que este trabajo sea casi más un estudio sociolingüístico de una sociedad que un simple vocabulario.

El trabajo es el resultado de un extenso registro de voces recogidas de 19 fuentes escritas diferentes, algunas de ellas publicadas y otras inéditas, y otras muchas que he ido recopilando yo para completarlo, mediante grabaciones orales realizadas a grupo de ancianos y ancianas del valle. Aunque algunas de estas voces vayan quedando en desuso, otras nos siguen resultando muy familiares. Ciertas voces serán muy difíciles de sustituir porque demuestran, por su expresividad, una estrecha vinculación con determinados fenómenos casi exclusivos de nuestra tierra, como es el caso del sirimiri, en otras regiones llamado ‘calabobos’.

Unas ochocientas voces de este diccionario se pueden considerar propiamente vascas. Pero otras tantas son adaptaciones forjadas en no sé qué pretérito tiempo y no sé qué extraño lugar. A algunas es fácil seguirles el rastro. La prenda llamada ongarina, un tipo de capa procedente de Hungría, lleva implícita en ella misma su lugar de origen. La capana, ‘choza’ en latín, ha sido hasta hace bien poco una palabra comúnmente utilizada y que durante dos milenios fue fiel a su etimología latina, aunque después se impuso la variante fonética castellana: cabaña. Otras palabras encuentran su origen en las profundidades del tiempo, a pesar de que se nos hagan muy coloquiales: la segunda parte de la voz aguachirri es prerromana y está seguramente vinculada a otras muchas que ya van desapareciendo: alchirria, zirria o zirriau.

La recopilación de datos que hizo Alvar sobre todos los ámbitos de la vida diaria en 1968 en Añorbe, ofrece algunas perlas como la voz ibirico, ‘idi-buruko’ en euskera, con la que se designaba a la collera del buey. Esta fuente me parece importante por su concepción. Alvar plantea el trabajo por láminas que representan un mapa en el que se recogen las variantes léxicas y fonéticas de cada objeto en todos y cada uno de los 125 pueblos encuestados en las tres comunidades. De esta manera resulta muy fácil seguir el rastro y la extensión de un vocablo concreto. En muchos de los casos Añorbe ha resultado ser la voz más meridional para las voces vascas.

El vocabulario navarro que José María Iribarren recogió durante los años cincuenta es una fuente fundamental para entender este léxico. Él fue el primero que se molestó en compilar un diccionario que, a decir de los entendidos, es un trabajo único en su género. La verdad es que se puede concebir a Iribarren como un pequeño visionario, consciente de la importancia de los vasquismos en el habla castellana de muchas zonas de Navarra. Él quiso integrar todas estas voces en el diccionario a pesar de los tiempos difíciles que corrían para la lengua. Así lo testimonia en el prólogo de la primera edición de 1958. Por sus méritos fue reconocido como miembro de Euskaltzaindia. En este léxico que aquí presento quedan registradas más de 400 palabras recogidas por él, muchas de las cuales también han sido corroboradas por las distintas fuentes que me han ido llegando de todo el valle. Pero que en Añorbe al refrigerio se le llame chanchaco o a un tipo de árbol ipuru, eso es algo que sólo él menciona. Su diccionario me ha servido en muchas ocasiones para encontrar referencias que de otra manera hubieran sido muy difíciles de rastrear. Muchas de sus voces recogidas en Valdizarbe han sido corroboradas por el documento privado que me entregaron en Añorbe. De hecho, el que fuera antiguo maestro e informante de Iribarren es una de las principales fuentes de este documento privado.

La tercera fuente principal de este léxico hay que destacarla por su valor científico y su trabajo de metodología. El “Estado actual de la onomástica botánica popular en Navarra” de Javier Irigaray Imaz es una tarea ingente, escrupulosamente sistemática, y que sin duda servirá, algún día, para aclarar algunas diferencias dialectales del euskera en Navarra. Las encuestas realizadas en los años setenta, a pie de camino, a los pastores de Valdizarbe y Valdemañeru, son tan sorprendentes y admirables que el mismo Irigaray no tiene más remedio que deducir y reconocer “lo reciente de la pérdida del vascuence como lengua de uso común en Valdizarbe”. Los correspondientes cultismos castellanos todavía no habían penetrado en el valle, e incluso se habla de lo realmente insólito de algunas voces, como saras para sauce, orrea para enebro o korostia para acebo, que son los registros más meridionales encontrados por él en todo Euskal Herria.

He tenido en cuenta también otros trabajos como el estudio etnográfico de Obanos elaborado por María Amor Beguiristáin y Fco. Javier Zubiaur, el vocabulario popular de Luís Bacáicoa publicado en la revista Entorno, el libro de Jesús Alegría Armendáriz sobre Artazu, el libro sobre la historia de Enériz escrito por Rafael López Velasco, un cuadernillo particular publicado por Lorentxi Pérez Ugarte en Puente la Reina, el DVD de Labrit Multimedia, Val de Mañeru.Tejiendo Valle, un léxico sobre viticultura de Mañeru de María Isabel Acereda y Teresa Torrano y el libro sobre Tirapu de José Javier Lizarraga.

Pero a quienes, de verdad, debo agradecer este diccionario, sin cuya colaboración hubiera sido imposible, es a las siguientes personas: Koldo Colomo y Alberto Beriáin de Gares, Jon Erice de Uterga, Nacho Aldaya y Joaquín Azparren de Añorbe, Julio Laita de Zirauki, Txaro y Anuntxi Etxetxipia de Artazu, Esteban Armendáriz de Muruzabal y Antonio Alcalá de Obanos. El trabajo de recogida de datos realizado por ellos en los últimos años ha servido para poder completar este léxico del valle. Y esta era una tarea absolutamente fundamental, porque estas palabras son uno de los vestigios vivos más importantes de una cultura que, a pesar del atropello que ha sufrido, se siente omnipresente por medio de toda su onomástica: antropónimos, topónimos, oicónimos, pseudónimos, hipocorísticos, etc.

Gracias a Honorio, Carlos, Gerardo, Armando y Cayo, mi consejo de sabios de Obanos que tan buenos momentos me ha hecho pasar y que todas las mañanas de verano se reúne debajo del encino que hay enfrente de Casa Andrespuí.

Y gracias también a Mikel Belasko por sus acertados consejos.

He querido, por último, remarcar todas estas voces con dos tipos diferentes de entradas para poder seguir el rastro del euskera residual, ya que el trabajo nació con esta intención. Las voces que consigno en NEGRITA las considero de alguna manera vinculadas con el euskera, mientras que las recogidas en minúscula estarían más ligadas al castellano.

 

 


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