Durante la elaboración de
este diccionario he chocado, a menudo, con la reticencia de los interlocutores
a expresarse como antaño, con el lenguaje que utilizaban de pequeños. Yo, en el
fondo, no quería más que oír salir de su boca el idioma que se hablaba antes,
el que ha quedado en su subconsciente, pero me resultaba tremendamente difícil
hacérselo entender. No querían ni oír hablar de palabros que ya nadie utilizaba o que
estuvieran mal pronunciados. Y cuando ya los tenía bien aleccionados (¡Que
viene el maestro!, decían; ¡Si aquí el alumno soy yo!, les contestaba), llegaba
un nuevo informante y ponía patas arriba todo el gallinero al comentar que no
se decía ‘puga’, sino ‘púa’.
Uno de mis informantes me
llegó a comentar incluso que hablaba ‘torcido’. No percibí el significado que
encerraba esta palabra hasta que acudí al Atlas Lingüístico y Etnográfico de
Aragón, Navarra y la Rioja de Manuel Alvar (ALEANR) y vi la pregunta que se
planteaba en la lámina 5 sobre el ‘nombre del habla local’. Los dos informantes
de Añorbe aseguraban que hablaban ‘a lo bruto’ y ‘torcido’. Me pareció al
principio que la palabra no cobraba mucho sentido para referirse a una forma de
hablar. Pero con el tiempo me di cuenta que el término no era más que un calco
semántico del euskera oker, que en castellano tiene dos significados
completamente distintos: torcido y equivocado/erróneo. Me pareció relevante
observar la minusvaloración de un idioma propio que causa en el hablante una
inseguridad que admite sumisamente, como disculpándose de que su lenguaje no
fuera el correcto. Como comenta Carmen Saralegui al analizar esta lámina (CS,
pág. 542): “También aparece en el ámbito
rural navarro, como en otros hispánicos, la consideración del habla propia con
una especie de complejo de inferioridad, teniendo conciencia de su deficiencia
con respecto de la lengua ciudadana”.
La lengua ciudadana, la lengua de la ciudad, en
contraposición con la del campo. Sólo con ‘contimparar’ los matices adicionales
que generan palabras como ‘ciudadano’ y ‘aldeano’, uno se puede hacer a la idea
de por dónde van los tiros.
En Navarra no había, en aquellos años sesenta,
conciencia de idioma propio más allá de los dos idiomas que habían predominado
en los últimos siglos: el euskera y el castellano. Así es como figura en el
mapa de la lámina 5 de Alvar arriba mencionada. 21 informantes afirman hablar
castellano o erdera y 13 euskera y sus dialectos. Pero, como comentaba, también
hay, al este de la Zona Media, 7 informantes que afirman hablar ‘a lo bruto’,
‘basto’, ‘torcido’, ‘baturro’ o ‘soltar párrafos’. Solo uno dice hablar español
y ninguno navarro.
Quizá este lenguaje ‘torcido’ que mencionan los
informantes pretenda albergar la idea de que este sea una pequeña amalgama de
varias lenguas, unas desaparecidas de la zona hace poco (el euskera y el
navarro) y otras que se fueron haciendo un hueco, pero que llegaron tarde y mal
(castellano), conformando entre todas un idioma propio de nombre no muy bien
definido, o de una definición tan local como pudieran ser los diferentes
nombres de un mismo río. Demostrar que este lenguaje ‘torcido’ también tiene
sus reglas ha sido una de las tareas que me he propuesto con el apéndice final.
Cuando comencé el
diccionario, mi primer planteamiento no fue más que querer seguirle el rastro a
las palabras vascas que aún quedaran en la memoria de nuestros mayores. Pero
enseguida me di cuenta de que el idioma de nuestros mayores no diferenciaba
entre voces vascas y castellanas, y de que ellos disfrutaban de un idioma
propio o ‘torcido’, que es el que he querido registrar aquí. Separar ambos
idiomas me resultaba muy difícil, por lo que opté por incluir las voces
castellanas que iban quedando en desuso. Me pareció que no se debía desvincular
unas de otras, dado que el siglo XX había sido el de la confluencia de ambas
lenguas, creando un léxico propio y singular. Esta misma fue la razón por la
que decidí utilizar la grafía castellana, salvo en contadas excepciones, porque
utilizar las dos no hubiera sido fiel al contexto en el que se desarrollaron al
principio del siglo XX. Las voces como kiliki o toki,
que son comúnmente aceptadas, he preferido incluirlas con la grafía vasca. De
cualquier manera, utilizar las dos grafías hubiera creado demasiada confusión.
Para comprender este
proceso de confluencia de lenguas, convendría hacer un par de puntualizaciones.
Desde una situación de bilingüismo que se había implantado en la sociedad hacia
el año 1800, se logró, en 100 años, la desintegración del euskera por la
presión del castellano. La pérdida de los ámbitos sociales e institucionales de
uso del euskera y su posterior desprestigio condujeron a la interrupción final
en la transmisión, que se dio, en nuestro caso y según los datos, hacia 1860,
muriendo los últimos vascoparlantes en la década de los treinta del siglo XX (FPL1).
En el proceso que se desarrolló durante el siglo XIX acaecieron, desde el punto
de vista lingüístico, una serie de pasos inevitables e inherentes a la propia
desintegración: desde el primer periodo de bilingüismo en donde los dos idiomas
coexistieron y se aportaron mutuamente, al final uno fue absorbido por el otro
y acabó disolviéndose en él. Este es un proceso que, por lo general, puede
durar siglos o incluso milenios (la hidronimia es la última rama del idioma que
permanece viva por más tiempo), aunque dados los últimos datos de
escolarización parece que el proceso se vaya, poco a poco, invirtiendo.
Fue Bonaparte el que, ya
en 1860, registrara tantas voces castellanas en el euskera de la zona: “Iñaki Kamino filologoak dioen bezala,
Bonaparte printzeak Garesko euskara ediren zuenerako, ibarrean hizkuntz
ordezkatzea gertatzen ari zen euskararen kalteta” (AA1,
pág. VI). Voces como agüela osietenbre estaban ya comúnmente extendidas,
determinándose una evolución parecida a la que ocurrió con la zona de
Vitoria/Gasteiz cuando Landuchio publicó su Dictionarium en 1562 (AA1,
pág. XIII). De la misma manera que penetraron las voces más comunes, los
nombres genéricos, en el habla vasca, los nuevos cultismos castellanos tardaron
mucho tiempo en ser asimilados por este nuevo idioma, sobre todo cuando se
trataba de vocablos que ya apenas se usaban: nombres de plantas, animales
silvestres o aperos del campo. Algunas de estas voces vascas ni siquiera
llegaron a sustituirse por perderse, de manera irremediable, la función que
cumplían en el rico contexto que los unía a las costumbres y tradiciones de la
comunidad. Y así mismo se van desvaneciendo ante una generación que no
distingue entre plantas, pero sí entre aplicaciones para Android.
La época de exclusión y desacreditación en la que
se vio sumido el idioma vasco durante el siglo XIX y buena parte del XX, no
pudo evitar, por consiguiente, que el habla de uso común durante siglos
siguiera presente entre los nuevos hablantes castellanos por medio de arcaísmos
vascos que no eran fácilmente sustituibles. Y no sólo hablo del léxico
semántico, sino también de apellidos, nombres de casas, topónimos, pseudónimos,
etc., que daban una buena muestra de la presencia que había tenido el idioma hasta
hace bien poco.
La lista es larga y probablemente se podrían
aportar miles de datos sobre el euskera de la época ateniéndonos exclusivamente
a analizar los nombres de los términos de ambos valles. Aunque la zona no
hubiera estado densamente poblada, la distribución esparcida de los
poblamientos originaba gran cantidad de topónimos que iban variando con las
generaciones. La función de estos topónimos no era otra que la de orientarse en
un lugar que era comúnmente transitado por los lugareños. Estos topónimos
menores eran generalmente locales y desconocidos fuera de su radio. La mayoría
de ellos son descriptivos y se vinculan al mundo más inmediato. A consecuencia
de este tránsito, cada realidad geográfica y cada pequeño paraje, finca o
corraliza era personalizada con un nombre generalmente compuesto y que, en
nuestro entorno, como ya he dicho, se pueden contar por miles. En su momento ya
fue estudiado por Jimeno Jurío y los datos están a disposición del internauta
en
http://toponimianavarra.tracasa.es/
En cuanto a los nombres de
las casas se ha realizado un estudio en el que he tenido la oportunidad de
colaborar y que ha sido publicado en el 2014 (véase bibliografía, CVV),
con los nombres de más de 2000 casas actuales y antiguas de ambos valles.
Pero toda esta onomástica
tiene la particularidad de componerse de vocablos que han perdido su sentido
léxico. Ya nadie sabe lo que significa su apellido y pocos son los que saben el
verdadero significado de la palabra que designa a su pueblo. En algunos casos,
como ocurre con el topónimo Gares, ni siquiera está claro.
Pero no ocurre lo mismo con el léxico patrimonial
vasco que todavía permanece vivo en el habla castellana de la zona. El
diccionario que aquí presento es un exponente de la riqueza que todavía atesora
la tradición oral a la hora de analizar el patrimonio cultural de ambos valles.
No estoy hablando, por consiguiente, de legajos o hatillos polvorientos que se
vayan apolillando en algún archivo, sino de información recogida en boca de más
de 100 informantes a partir de 1950. El empeño que he puesto en analizar y,
sobre todo, contextualizar cada palabra, que cobra vida por medio de los
colaboradores, para que no se quede en un mero término vacío de contenido, hace
que este trabajo sea casi más un estudio sociolingüístico de una sociedad que
un simple vocabulario.
El trabajo es el resultado
de un extenso registro de voces recogidas de 19 fuentes escritas diferentes,
algunas de ellas publicadas y otras inéditas, y otras muchas que he ido
recopilando yo para completarlo, mediante grabaciones orales realizadas a grupo
de ancianos y ancianas del valle. Aunque algunas de estas voces vayan quedando
en desuso, otras nos siguen resultando muy familiares. Ciertas voces serán muy
difíciles de sustituir porque demuestran, por su expresividad, una estrecha
vinculación con determinados fenómenos casi exclusivos de nuestra tierra, como
es el caso del sirimiri, en otras regiones llamado ‘calabobos’.
Unas ochocientas voces de
este diccionario se pueden considerar propiamente vascas. Pero otras tantas son
adaptaciones forjadas en no sé qué pretérito tiempo y no sé qué extraño lugar.
A algunas es fácil seguirles el rastro. La prenda llamada ongarina,
un tipo de capa procedente de Hungría, lleva implícita en ella misma su lugar
de origen. La capana, ‘choza’ en latín, ha sido hasta hace bien poco
una palabra comúnmente utilizada y que durante dos milenios fue fiel a su
etimología latina, aunque después se impuso la variante fonética castellana:
cabaña. Otras palabras encuentran su origen en las profundidades del tiempo, a
pesar de que se nos hagan muy coloquiales: la segunda parte de la voz aguachirri
es prerromana y está seguramente vinculada a otras muchas que ya van
desapareciendo: alchirria, zirria o zirriau.
La recopilación de datos
que hizo Alvar sobre todos los ámbitos de la vida diaria en 1968 en Añorbe,
ofrece algunas perlas como la voz ibirico, ‘idi-buruko’ en euskera, con
la que se designaba a la collera del buey. Esta fuente me parece importante por
su concepción. Alvar plantea el trabajo por láminas que representan un mapa en
el que se recogen las variantes léxicas y fonéticas de cada objeto en todos y
cada uno de los 125 pueblos encuestados en las tres comunidades. De esta manera
resulta muy fácil seguir el rastro y la extensión de un vocablo concreto. En
muchos de los casos Añorbe ha resultado ser la voz más meridional para las
voces vascas.
El vocabulario navarro que
José María Iribarren recogió durante los años cincuenta es una fuente
fundamental para entender este léxico. Él fue el primero que se molestó en
compilar un diccionario que, a decir de los entendidos, es un trabajo único en
su género. La verdad es que se puede concebir a Iribarren como un pequeño
visionario, consciente de la importancia de los vasquismos en el habla
castellana de muchas zonas de Navarra. Él quiso integrar todas estas voces en
el diccionario a pesar de los tiempos difíciles que corrían para la lengua. Así
lo testimonia en el prólogo de la primera edición de 1958. Por sus méritos fue
reconocido como miembro de Euskaltzaindia. En este léxico que aquí presento
quedan registradas más de 400 palabras recogidas por él, muchas de las cuales
también han sido corroboradas por las distintas fuentes que me han ido llegando
de todo el valle. Pero que en Añorbe al refrigerio se le llame chanchaco
o a un tipo de árbol ipuru, eso es algo que sólo él menciona. Su diccionario
me ha servido en muchas ocasiones para encontrar referencias que de otra manera
hubieran sido muy difíciles de rastrear. Muchas de sus voces recogidas en
Valdizarbe han sido corroboradas por el documento privado que me entregaron en
Añorbe. De hecho, el que fuera antiguo maestro e informante de Iribarren es una
de las principales fuentes de este documento privado.
La tercera fuente
principal de este léxico hay que destacarla por su valor científico y su
trabajo de metodología. El “Estado actual
de la onomástica botánica popular en Navarra” de Javier Irigaray Imaz es
una tarea ingente, escrupulosamente sistemática, y que sin duda servirá, algún
día, para aclarar algunas diferencias dialectales del euskera en Navarra. Las
encuestas realizadas en los años setenta, a pie de camino, a los pastores de
Valdizarbe y Valdemañeru, son tan sorprendentes y admirables que el mismo
Irigaray no tiene más remedio que deducir y reconocer “lo reciente de la pérdida del vascuence como lengua de uso común en
Valdizarbe”. Los correspondientes cultismos castellanos todavía no habían
penetrado en el valle, e incluso se habla de lo realmente insólito de algunas
voces, como saras
para sauce, orrea
para enebro o korostia para acebo, que son los registros más
meridionales encontrados por él en todo Euskal Herria.
He tenido en cuenta
también otros trabajos como el estudio etnográfico de Obanos elaborado por
María Amor Beguiristáin y Fco. Javier Zubiaur, el vocabulario popular de Luís
Bacáicoa publicado en la revista Entorno, el libro de Jesús Alegría Armendáriz
sobre Artazu, el libro sobre la historia de Enériz escrito por Rafael López
Velasco, un cuadernillo particular publicado por Lorentxi Pérez Ugarte en
Puente la Reina, el DVD de Labrit Multimedia, Val de Mañeru.Tejiendo Valle, un
léxico sobre viticultura de Mañeru de María Isabel Acereda y Teresa Torrano y
el libro sobre Tirapu de José Javier Lizarraga.
Pero a quienes, de verdad,
debo agradecer este diccionario, sin cuya colaboración hubiera sido imposible,
es a las siguientes personas: Koldo Colomo y Alberto
Beriáin de Gares, Jon Erice de Uterga, Nacho
Aldaya y Joaquín Azparren de Añorbe, Julio
Laita de Zirauki, Txaro y Anuntxi
Etxetxipia de Artazu, Esteban
Armendáriz de Muruzabal y Antonio
Alcalá de Obanos. El trabajo de recogida de datos realizado por
ellos en los últimos años ha servido para poder completar este léxico del
valle. Y esta era una tarea absolutamente fundamental, porque estas palabras
son uno de los vestigios vivos más importantes de una cultura que, a pesar del
atropello que ha sufrido, se siente omnipresente por medio de toda su
onomástica: antropónimos, topónimos, oicónimos, pseudónimos, hipocorísticos, etc.
Gracias a Honorio,
Carlos, Gerardo, Armando
y Cayo, mi consejo de sabios de Obanos que tan buenos
momentos me ha hecho pasar y que todas las mañanas de verano se reúne debajo
del encino que hay enfrente de Casa Andrespuí.
Y gracias también a Mikel Belasko por sus
acertados consejos.
He querido, por último,
remarcar todas estas voces con dos tipos diferentes de entradas para poder
seguir el rastro del euskera residual, ya que el trabajo nació con esta
intención. Las voces que consigno en NEGRITA
las considero de alguna manera vinculadas con el euskera, mientras que las
recogidas en minúscula estarían más ligadas al castellano.
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